Guillermo Fabela Quiñones
El escenario boxístico en que se convirtió el presídium del Senado en su sesión final del periodo extraordinario, fue la manifestación de nuestra realidad después de un sexenio que generó amplias expectativas en una población hastiada de abusos y componendas en las élites. Ahora se cosechan las tempestades de los vientos que sembró AMLO durante su mandato.
Se empeñó en dividir a los mexicanos, actuó en sentido contrario a sus promesas de campaña. Mintió con un cinismo que hacía creíbles sus mentiras. Provocó a sus adversarios todo el tiempo, tildándolos de corruptos, ineptos, traidores a la patria, etcétera, a sabiendas de que tales argumentos podrían ser revertidos fácilmente, de haber existido una oposición consciente, preparada, libre de compromisos.
Las provocaciones se convirtieron en la táctica más eficaz para enlodar a los adversarios y mantenerlos ocupados en desmentidos sin sentido, pues caían en un vacío que los atrapaba como firme telaraña. Así se vio claramente en esta sesión tan bochornosa, que pinta a los políticos actuales tal como son realmente, sin brizna de ética, de respeto ya no digamos a la sociedad, sino a sí mismos.
Fue la escuela que dejó López Obrador, la cual han seguido con pie firme sus leales súbditos, quienes comprendieron desde un principio que lo dicho por su jefe debía ser entendido al revés: “no robar, no mentir, no traicionar al pueblo”. De ahí el imperativo de asumir el compromiso de ser fieles a él en 90 por ciento, sin importar que sólo 10 por ciento se cubriera con capacidad.
La consigna maquiavélica de que “el fin justifica los medios” se cumplió al pie de la letra, pero sin tomar en cuenta un factor importantísimo: la finalidad buscada debía ser alcanzada plenamente. Este no fue el caso, pues los resultados obtenidos por el gobierno López-obradorista son absolutamente reprobables, en cuanto que se abusó de una actitud demagógica de la que ahora se cobran sus consecuencias.
Es evidente, incluso para el “pueblo bueno”, que tanto cinismo fue la prueba obvia de la falta de respeto a la gente, de la burla que se hizo de las promesas incumplidas; de que quien se presentó, desde los inicios de su carrera, como adalid de la democracia, lo que hizo fue tomar el poder para “hacer historia” con fines patrimonialistas, al estilo de los virreyes de la Colonia, sin límites ni contrapesos, como finalmente se logró gracias al golpe de Estado que puso fin a la división de poderes, objetivo que ni Carlos Salinas de Gortari pudo lograr.
Pero en vez del estadista que se necesitaba para llevar a cabo la prometida Cuarta Transformación, quien asumió el poder con la mayor legitimidad en décadas, resultó un demagogo incapacitado para ejercer el poder con el sentido de responsabilidad requerido, en una coyuntura tan riesgosa después de cuatro décadas de gobiernos ajenos a las demandas de las clases mayoritarias.
Estaban dadas las condiciones para atender las prioridades que permitieran la suma de esfuerzos entre gobernantes y gobernados; pero en vez de aprovecharlas para un despegue sexenal con amplias perspectivas, lo que se hizo fue ahondar las divisiones de clase, crear conflictos innecesarios y generar discordias con la oposición política, con al avieso propósito de dividir a los mexicanos.
El maniqueísmo como principio se hizo práctica cotidiana desde las malhadadas conferencias mañaneras: todos los que mostraran cierto desagrado a las decisiones del mandatario eran catalogados como enemigos. La prensa ligeramente crítica era anatemizada, con epítetos pegajosos a los oídos del pueblo; se fue aplicando subrepticia y perversamente una política atentatoria a la libertad de prensa. Todo esto enmarcado en una eficaz y costosa propaganda dirigida a las masas para ganar su simpatía, con la estrategia de los apoyos asistencialistas.
Así transcurrió un sexenio que Maquiavelo, desde el infierno, seguramente habría aprobado en todas sus partes. No dejó una idea suelta de las pocas que necesitó sacar del inmortal tratado del genial florentino; pero sin tomar en cuenta las condiciones objetivas de una nación tan compleja como México, en una época cargada de contradicciones que se modifican conforme a los cambios geopolíticos tan dinámicos de nuestro tiempo. En su soberbia, narcisismo, audacia y ausencia de escrúpulos (conforme a las recomendaciones de Maquiavelo), el ex mandatario no previó las consecuencias de sus tácticas y estrategias, siempre encauzadas a fortalecer su proyecto, no a favorecer cambios positivos en el país, urgido de verlos en la realidad no sólo en las conferencias mañaneras.
Eso no le importó, pues confió plenamente en los buenos resultados de las tácticas asistencialistas. De ahí que se dedicara en cuerpo y alma a sus prioridades, diametralmente ajenas a sus promesas de campaña: sus obras faraónicas, sus acuerdos con las cúpulas del poder económico, asegurar la lealtad de las Fuerzas Armadas y de su camarilla, formada por incondicionales de tiempo completo, a cambio de sinecuras fuera de toda proporción, que consolidó una camada de nuevos millonarios con más ambiciones que en el pasado.
Ahora el país sigue sumido en una división tan profunda que será uno de los retos más difíciles de enfrentar por parte de la presidenta Claudia Sheinbaum; mucho más, sin duda, en la medida que no tenga ni la voluntad ni los medios para hacer frente al caudillo que se aseguró de mantener su liderazgo al estilo de Plutarco Elías Calles. De ahí que lo ocurrido en la sesión del Senado, el miércoles 27, sea el corolario de un sexenio dedicado a confrontar a los mexicanos, con el maligno propósito de contar con el espacio y el tiempo suficientes para desplegar sus planes autocráticos.
El anecdótico encuentro pugilístico senatorial será recordado como un episodio de la sordidez a la que ha llegado la política mexicana, situación que urge corregir antes de que sea demasiado tarde. López Obrador se aprovechó a tiempo del imperativo de calmar las aguas procelosas dejadas por el neoliberalismo. Su sucesora está obligada a calmar las tempestades que dejó su mentor político, antes de que la arrollen a ella misma.
Cabe preguntarse: ¿qué necesidad había de presumir lo que no se tiene ni venía al caso hacerlo? Es lo que más disgustó, no sólo a la oposición, sino a los ciudadanos medianamente informados y conscientes. Todo su sexenio, el ex mandatario se la pasó espetando a sus adversarios: “no somos los mismos”, “la corrupción se acabó”, “el neoliberalismo ya no existe”, cuando la realidad lo desmentía plenamente.